La presentación del nuevo programa de Ciberbachillerato, anunciada por el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, durante la conferencia mañanera, abre un debate necesario sobre la viabilidad real del proyecto. Se implementará en 107 municipios del país, 26 de ellos en Chiapas, un estado donde la educación enfrenta no solo retos institucionales, sino también geográficos, estructurales y tecnológicos que históricamente han frenado la equidad educativa.
Sobre el papel, el programa es atractivo: promete evolucionar el modelo tradicional de telebachilleratos, ampliar la cobertura en educación media superior y acercarse a la meta presidencial de lograr un 85% de cobertura nacional para 2026. Los números dicen que la estrategia es ambiciosa; sin embargo, las cifras —como suele ocurrir— no siempre dialogan con la realidad territorial.
El anuncio omitió un punto crucial: la factibilidad técnica, especialmente en estados de orografía compleja como Chiapas. Aunque se hable de conectividad y aulas equipadas, la pregunta es básica pero imprescindible: ¿hay señal estable de internet en las comunidades donde se abrirán estos centros? La brecha digital no es un concepto abstracto; es el obstáculo cotidiano de miles de estudiantes que viven en zonas donde el teléfono apenas funciona y donde la energía eléctrica presenta intermitencias.
La subsecretaria de Educación Superior, Tania Rodríguez, destacó la construcción de un “piso común” para unificar los subsistemas de bachillerato, así como el respaldo de instituciones como la UNAM, el IPN, la UAM y el TecNM. Es un esfuerzo serio y necesario, sobre todo porque intenta ordenar un nivel educativo que por años ha funcionado como un archipiélago de modelos descoordinados. Pero, aun con ese respaldo académico, queda pendiente la pregunta fundamental: ¿se puede garantizar calidad cuando la infraestructura mínima no está asegurada?
El nuevo modelo presume algo que el Telebachillerato tradicional no tenía: infraestructura propia y especializada, aulas de cómputo, conectividad, espacios deportivos y culturales. Pero la distancia entre anunciar una red de 130 nuevos planteles y verla funcionar plenamente suele ser abismal. No basta con prometer domos y computadoras; se requiere mantenimiento, personal capacitado, soporte técnico y, sobre todo, presupuesto sostenido. La tecnología sin continuidad se convierte en chatarra en menos de dos años.
A ello se suma otro desafío pedagógico: ¿cómo garantizar la atención efectiva de grupos de 50 alumnos como mínimo en un formato mediado por computadoras? Si la educación presencial ya enfrenta barreras cuando los grupos rebasan los 20 estudiantes, ¿qué pasará cuando un solo docente tenga que monitorear pantallas, contenidos digitales, procesos individualizados y las diferencias de aprendizaje de medio centenar de jóvenes?
La expansión del “Bachillerato Nacional” con la creación de 65 mil 400 nuevos lugares parece una apuesta estratégica; sin embargo, el riesgo es que se confunda expansión con cobertura real. Abrir espacios es sencillo; llenar esos espacios de educación de calidad es lo verdaderamente complejo.
La presentación en La Mañanera es solo el primer paso. Ahora corresponde a los estados —especialmente aquellos con condiciones geográficas adversas— evaluar, cuestionar y ajustar el proyecto según sus realidades. Lo que está en juego no es un programa más ni un anuncio político: es la posibilidad de que miles de jóvenes accedan, por fin, a un bachillerato digno.
El Ciberbachillerato puede ser un salto hacia adelante o un nuevo intento que, por falta de diagnóstico territorial, termine convirtiéndose en una buena idea perdida entre la burocracia y la improvisación tecnológica.
La pregunta, entonces, no es si el proyecto es atractivo —lo es— sino si es viable donde más se necesita. Solo con esa respuesta podremos saber si se trata de una transformación educativa o de otro programa que, como tantos, quedó mejor en el papel que en la realidad.




