Puntos Fiscales

Agua, agricultura y tensión internacional: la disputa hídrica

Por: José Luis León Robles                                                 

Por años, los mexicanos nos acostumbramos a pensar en el agua como algo seguro, inagotable, casi doméstico. Abríamos la llave y la vida fluía. Hoy, esa certeza se ha evaporado. Y en su lugar emerge una verdad incómoda: el agua es el nuevo punto de quiebre nacional, la línea donde chocan agricultores desesperados, ciudades sedientas y gobiernos presionados por compromisos diplomáticos que ya no se corresponden con la realidad del clima. La crisis hídrica que atraviesa México es la más reveladora del rumbo que tomamos como país. Lo que antes era un asunto técnico volúmenes, presas, ciclos ahora es un campo minado político donde cada decisión implica perder algo: legitimidad, producción agrícola, estabilidad social o acuerdos internacionales. Las tensiones con Estados Unidos por el tratado de aguas no deberían sorprendernos: el documento fue firmado en un planeta distinto. Antes llovía más, los ríos fluían con regularidad y nadie imaginaba que la sequía sería el estado natural del norte del país. Hoy, cumplir con ese tratado es casi una ficción. México se ve obligado a elegir entre proteger su consumo interno el campo, las ciudades, el derecho elemental al agua o conservar la etiqueta de “socio confiable” ante un vecino que, por supuesto, también enfrenta su propia sed. Y no nos engañemos: en la geopolítica, un litro de agua vale más que una disculpa diplomática. Mucho se ha hablado de los agricultores que bloquean caminos y se manifiestan frente al Congreso. Pero se ha dicho poco de lo esencial: los agricultores no protestan por capricho; protestan por supervivencia. Para ellos, entregar agua al extranjero equivale a condenar sus cultivos. Y cuando el agua falta, no solo fracasa la siembra: se derrumba la economía local, se abandona el campo y crece el descontento. El país rural no pide privilegios: pide que lo dejen producir, algo cada vez más difícil cuando la sequía convierte los surcos en grietas. En México, la desigualdad hídrica es tan vieja como la desigualdad económica. A algunos sectores urbanos e industriales nunca les falta el suministro; para comunidades indígenas y rurales, el agua es un lujo inestable. ¿Con qué autoridad moral exigimos sacrificios al campo si las ciudades siguen perdiendo casi la mitad del agua en fugas? ¿Cómo pedimos cumplimiento internacional si internamente ni siquiera hemos logrado un reparto justo? Podemos seguir discutiendo si el tratado debe cumplirse o renegociarse, pero ese debate es solo la superficie. La verdad es más profunda, más urgente y más incómoda: México necesita repensar por completo su relación con el agua. No se trata de administrar la escasez, sino de gestionar la supervivencia. Tecnificar el riego, modernizar las redes, tratar el agua residual, revisar concesiones y, sobre todo, poner la ciencia por encima de los cálculos políticos. Esas decisiones no son fáciles, pero lo que está en juego es demasiado grande para seguir aplazándolo. El agua dejó de ser un servicio: es un factor de estabilidad nacional. Si México no enfrenta este desafío con visión de Estado y no solo con parches temporales, la disputa hídrica se convertirá en un conflicto permanente: campo contra ciudad, México contra Estados Unidos, presente contra futuro. Mis distinguidos lectores, si el creador nos lo permite, no estaremos leyendo la siguiente semana en esta su columna.

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