Editorial

El de Alito, un chiste muy real

Las declaraciones de Alejandro Moreno Cárdenas, por estridentes que parezcan, no surgen del vacío. Podría pensarse que el dirigente priista exagera, que busca reflectores o que intenta provocar al gobierno federal. Sin embargo, su sarcasmo —ese que afirma que Morena terminará renegociando el T-MEC vía Zoom porque “ninguno tendrá visa”— encuentra eco en una realidad que el propio gobierno no ha logrado despejar: la opacidad frente a los señalamientos de corrupción dentro de sus propias filas.

Porque, si algo resulta evidente, es la contradicción entre el discurso moralista de la Cuarta Transformación y la tibieza con que se atienden las denuncias contra funcionarios vinculados al crimen organizado, al huachicol fiscal, a fraudes millonarios o a redes de corrupción en obra pública. Mientras los expedientes duermen el sueño del olvido, la narrativa oficial insiste en que el país va por buen camino. No obstante, los hechos revelan otra cara.

La burla de Alito no se sostiene por sí misma; se sostiene porque hay funcionarios, gobernadores y legisladores que enfrentan investigaciones en Estados Unidos y han tenido complicaciones migratorias. Y en ese contexto, su ironía deja de ser simple chascarrillo para convertirse en una radiografía incómoda de un México que parece avanzar hacia la fragilidad institucional.

Acusa que no hay transparencia en el proceso de negociación del tratado comercial y alimenta la narrativa del magnate presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dada su insistencia en señalar a México como un país productor y comercializador de drogas hacia el mundo.

La estrategia de la autoridad para lidiar con la violencia y la inseguridad tampoco ayuda a despejar dudas. Episodios graves, como la explosión de la camioneta que primero se interpretó como coche bomba y luego se redujo a “pirotecnia”, se manejan con una ligereza que poco abona a la confianza pública.

Los hechos que enlutan familias y exhiben la incapacidad del Estado para imponer orden suelen desaparecer bajo la alfombra mediática, sustituidos por distractores más convenientes, como la promoción del Mundial de Futbol. Un buen recurso para que estos episodios negros que enlutan a familias mexicanas —y que llevan un mensaje de ingobernabilidad— sean olvidados o manejados de bajo perfil.

Mientras tanto, la violencia escalona en Michoacán, Guanajuato, Veracruz y Tamaulipas, estados en donde la realidad desmiente la narrativa oficial de que todo está “bajo control”.

Moreno Cárdenas, polémico por naturaleza, sabe aprovechar el desgaste del gobierno. Su acusación de que Morena protege a “cínicos corruptos narcopolíticos” no es una revelación, pero sí un recordatorio de que la lucha anticorrupción se ha convertido en un instrumento político, más reactivo que preventivo, más selectivo que firme.

Y aunque Alito está lejos de ser un moralista, no es menos cierto que sigue siendo un adversario difícil de doblegar. El gobierno le busca pies de barro en expedientes ya juzgados, pero hasta ahora no ha logrado tumbarlo. Políticamente, mantiene vigencia porque existe un público que ve en él un contrapeso —imperfecto, pero contrapeso al fin— ante un poder que desoye críticas y normaliza silencios.

Al final, lo preocupante no es el chiste. Lo preocupante es que sea tan fácil creerlo. Porque en un país donde las instituciones se debilitan, donde la justicia se administra con sesgo y donde la violencia marca la agenda nacional, la burla toma un cariz dolorosamente real.

Y lo que debería escandalizarnos no es lo que dice Alito, sino lo que permite que sus palabras suenen verosímiles.

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