El costo silencioso del cambio climático en las comunidades rurales mexicanas

Por: José Luis León Robles

Puntos Fiscales

En los discursos internacionales, el cambio climático suele medirse en toneladas de CO₂ y grados Celsius. Pero en México, su impacto real se mide en hectáreas perdidas, cosechas arruinadas y familias que se ven obligadas a dejar el campo.

En las comunidades rurales del país, el calentamiento global no es una amenaza futura: es una realidad diaria que se traduce en hambre, migración y desarraigo. Este año, los reportes del Servicio Meteorológico Nacional advierten que la sequía afecta a más del 70 % del territorio nacional, con estados como Chihuahua, Zacatecas y Guerrero en niveles de emergencia.

En otros puntos del país, como Veracruz y Tabasco, las lluvias extremas han provocado inundaciones que destruyen caminos y cultivos. La paradoja climática mexicana sequías y tormentas simultáneas está golpeando donde más duele: en las zonas agrícolas que sostienen gran parte de la producción alimentaria nacional. En pueblos como San Miguel Tlacotepec, Oaxaca, los campesinos cuentan que las lluvias ya no llegan cuando deben, y los calendarios agrícolas heredados de sus abuelos han perdido sentido. El maíz se quema antes de madurar o se pudre por la humedad.

En Zacatecas, los ganaderos venden su ganado a mitad de precio porque no hay pastura ni agua. En Michoacán, los aguacateros enfrentan plagas que prosperan con el calor. Son historias distintas que comparten una misma raíz: un clima que ya no obedece a los ciclos de antes. A diferencia de los grandes centros urbanos, donde el cambio climático se percibe como un tema ambiental o político, en el campo es una cuestión de supervivencia inmediata. Las políticas públicas para mitigar el impacto seguro agrícolas, programas de apoyo, infraestructura de riego son insuficientes o llegan tarde. Los fondos de desastres naturales se han reducido, y las comunidades dependen cada vez más de la autogestión o de remesas enviadas desde Estados Unidos para resistir los embates del clima. El fenómeno también tiene un rostro migrante. Jóvenes que antes veían en el campo un legado familiar hoy lo perciben como una condena sin futuro. Miles abandonan sus comunidades para buscar empleo en las ciudades o cruzar la frontera norte. Así, el cambio climático no sólo vacía las presas y los suelos, también vacía los pueblos. México enfrenta un dilema profundo: seguir tratando el cambio climático como una agenda ambiental o asumirlo como una crisis social y económica que redefine el futuro rural del país. Se necesita una política nacional de adaptación climática que priorice a los pequeños productores, garantice acceso al agua, fomente la agroecología y diversifique la economía local.

El cambio climático no es un problema del mañana. Está sucediendo ahora, y su costo más alto lo pagan aquellos que menos responsabilidad tienen en causarlo. Si el país no escucha el grito silencioso del campo, el precio se medirá no sólo en pérdidas agrícolas, sino en la ruptura del tejido social que sostiene a México desde sus raíces. Mi distinguido lector, si el creador nos lo permite, nos estaremos leyendo la siguiente semana.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *