El País que Somos, el País que Fingimos
Por: José Luis León Robles
México es un país experto en el arte de la simulación. Fingimos que las instituciones funcionan mientras hacemos fila en oficinas donde la eficiencia es una leyenda urbana. Decimos que la corrupción es un mal heredado, pero vemos con normalidad el “mordidazo”, el “arreglo”, el “compadre” que resuelve lo que la ley no puede o no quiere atender. Nos quejamos de los políticos como si fueran una especie extraterrestre, cuando en realidad son una versión amplificada de nuestras propias prácticas cotidianas. El país que fingimos está hecho de discursos impecables: planes nacionales, agendas públicas, compromisos éticos, estrategias integrales. Todo cabe en un comunicado de prensa, incluso la esperanza. Mientras tanto, el país que somos camina por las calles donde la realidad exhibe sin piedad nuestras contradicciones: desigualdad que se hereda como apellido, violencia que se normaliza en titulares diarios, servicios públicos que dependen más de la suerte que del Estado, y una sociedad cansada pero no lo suficiente como para romper patrones. Fingimos que los cambios llegan con cada sexenio, que un nuevo presidente cualquiera que sea es la llave que abrirá la puerta a la modernidad, la justicia o la prosperidad. Y cada seis años repetimos el rito: esperanza, decepción, enojo, olvido… y de nuevo esperanza. En el fondo, sabemos que ningún gobierno puede con un país donde la ciudadanía exige más de lo que aporta y participa menos de lo que critica. El país que somos está lleno de gente talentosa, trabajadora, creativa, que cada día sostiene lo que el sistema deja caer. Pero el país que fingimos nos seduce con una narrativa anestesiaste: “vamos bien”, “somos potencia”, “ya merito”. En esa disonancia vivimos, tratando de avanzar mientras arrastramos un lastre enorme: nuestra incapacidad de admitir la verdad sin adornos. Quizá el primer paso para ser el país que queremos es dejar de fingir. Aceptar que no somos ni tan modernos ni tan democráticos ni tan justos como nos contamos. Reconocer que la corrupción no vive solo en la política, sino en los atajos cotidianos que celebramos en silencio. Admitir que las soluciones no vendrán de arriba, sino del trabajo lento, incómodo y profundo que aún no estamos dispuestos a emprender. Porque México puede ser un país distinto, pero no mientras sigamos prefiriendo el espejismo al espejo. Y quizá lo más preocupante es que la simulación ya no solo viene “de arriba”: se ha vuelto un ejercicio colectivo de autoengaño. Preferimos compartir indignación en redes sociales que organizarnos en nuestros barrios; denunciamos la impunidad mientras compramos productos piratas; exigimos un país más seguro, pero nos negamos a denunciar por “no meternos en problemas”. Esta contradicción cotidiana construye un civismo a la carta, donde cada quien decide qué reglas obedecer y cuáles ignorar según le convenga. México no cambiará mientras la ciudadanía funcione como espectadora del desastre, esperando héroes desde el gobierno y olvidando que ninguna nación se transforma sin la participación incómoda, constante y responsable de quienes la habitan. Mis distinguidos lectores, si el creador nos lo permite, nos estaremos leyendo la siguiente semana en esta su columna.




