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La doble moral, el doble discurso, son en esencia lo que mejor caracteriza a
Gerardo Fernández Noroña. El senador que gusta de autoproclamarse defensor
del pueblo y abanderado de las causas justas, hoy se muestra ante el mundo
como un “paladín de la sensibilidad humana”, viajando hasta Palestina para posar
como el salvador de un pueblo devastado por la guerra. Allá, entre discursos
encendidos y fotografías en escenarios de conflicto, Noroña busca ser visto como
un referente internacional de la lucha social.
Sin embargo, ¿qué hay detrás de ese discurso de empatía global? ¿Puede un
político que presume lujos y comodidades ser el portavoz del sufrimiento ajeno?
¿Con qué autoridad moral se erige en defensor de causas extranjeras cuando, en
su propio país, las heridas sociales supuran abandono, violencia y pobreza?
No se trata de negar la legitimidad de solidarizarse con Palestina, una tierra
históricamente castigada por la guerra y la indiferencia internacional. Pero sí
resulta cuestionable que un senador mexicano, que dice representar a los
marginados, encuentre tiempo y recursos para recorrer medio mundo, mientras en
su patria la desigualdad sigue siendo la sombra más densa del progreso.
De acuerdo con Acción Ciudadana Frente a la Pobreza, el 65% de la población
indígena vive en pobreza, y más de nueve millones de mexicanos sobreviven en
pobreza extrema. Son cifras que deberían sacudir la conciencia de cualquier
servidor público comprometido con la justicia social. Pero para Noroña, parece
más rentable moralmente posar ante los reflectores del conflicto palestino que
enfrentar la realidad lacerante de los pueblos originarios de México.
¿Dónde está el mismo ímpetu para denunciar el hambre que asola comunidades
rurales, la violencia que desangra a estados como Guanajuato o Sinaloa, donde la
muerte se volvió rutina? Es cierto, dirán algunos, que esas tragedias son producto
de la lucha entre cárteles, pero ¿por qué no usar la tribuna senatorial para exigir
soluciones estructurales, en lugar de alimentar su propia narrativa mesiánica?
¿Dónde está Fernández Noroña cuando el agua arrasa pueblos enteros, como
ocurre hoy en el norte de Veracruz, donde el río Cazones dejó a cientos de
familias con el alma empapada de lodo y desesperanza? ¿Por qué no empuñar
una pala, un pico, para ayudar a limpiar los hogares destruidos? ¿Por qué no
encabezar brigadas solidarias, en vez de conferencias en escenarios
internacionales?
Tampoco se le ha visto responder al llamado de Cecilia Flores, madre buscadora
incansable, quien lo invitó a acompañarlas en la dolorosa tarea de encontrar a sus
hijos desaparecidos. Tal vez porque en esa travesía no hay reflectores, ni
cámaras, ni comodidades de primera clase. No hay hoteles ni choferes, como en
el viaje que presumió en Palestina, donde incluso se jactó de los transportes de
lujo que lo trasladaban en medio de un territorio en guerra.
En cambio, en México, las madres buscadoras duermen sobre el pavimento, frente
a palacios de gobierno, soportando, por ejemplo, el zumbido de los zancudos que
emergen del río Sabinal, en Tuxtla Gutiérrez, o el silencio que cubre sus gritos en
Sonora y Sinaloa. Ellas, que representan el rostro más profundo del dolor
nacional, podrían agradecer la compañía de un político que, al menos por unas
horas, abandonara el confort de la demagogia para abrazar la causa más humana
de todas: la búsqueda de la verdad.
Pero Noroña prefiere el discurso a la acción, la tribuna al terreno, el aplauso a la
empatía genuina. Es un dirigente que confunde visibilidad con compromiso, verbo
con consecuencia. Y esa es la esencia de su doble moral: predicar la lucha por los
pueblos mientras se aleja del suyo; hablar de justicia social mientras hace del
poder un escaparate personal.
El verdadero liderazgo no se mide por la cantidad de causas que uno proclama,
sino por la coherencia con la que se viven. México no necesita más discursos
internacionales, sino acciones locales; no necesita más viajeros de la palabra, sino
obreros de la empatía. Y mientras haya políticos que busquen fama en el dolor
ajeno, el país seguirá siendo, como lo es hoy, un espejo roto de promesas
incumplidas.




