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El reciente dictamen de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) sobre las presuntas irregularidades detectadas en la Comisión Federal de Electricidad (CFE) vuelve a encender las alarmas sobre la transparencia en el ejercicio público durante la pasada administración. El informe no deja espacio para interpretaciones ambiguas: la falta de controles internos y la ausencia de mecanismos actualizados de supervisión financiera fueron una constante en el último año del gobierno de Andrés Manuel López Obrador y bajo la dirección de Manuel Bartlett Díaz.
Según el documento, la CFE no actualizó el Manual de Procedimientos de Planeación Financiera, una herramienta básica para garantizar la correcta gestión de los recursos y la rendición de cuentas. En palabras de la ASF, “no se evidenciaron las actividades para la actualización del manual que permitieran verificar la integración del procedimiento de contratación de certificados bursátiles a corto plazo, ni la descripción del área encargada de elaborar y enviar los oficios de asignación de pasivos financieros”. Es decir, no existieron procesos claros ni responsables definidos para el manejo de la deuda y las operaciones financieras de la empresa eléctrica más importante del país.
La gravedad del hallazgo no es menor. Durante ese periodo, la CFE manejó un endeudamiento neto interno de hasta 600 millones de pesos y un endeudamiento neto externo que superó los mil 188 millones de dólares. Mover esas cifras sin un marco normativo actualizado y sin protocolos de control financiero equivale, en términos simples, a conducir un tren sin frenos.
Los resultados de la ASF van más allá de la CFE. En total, 190 auditorías realizadas al Gobierno Federal revelaron más de 5 mil 100 millones de pesos pendientes de aclarar. De ese monto, el 11% corresponde a entes federales y el 89% a las entidades federativas. Pero si se analiza más a fondo, la lupa apunta hacia sectores que deberían representar la mayor ejemplaridad institucional: el Poder Judicial, por ejemplo, concentra el 49% de los recursos no aclarados entre los entes del gobierno federal.
En la cuenta pública también se reporta que 660 millones de pesos “volaron” sin justificación clara, de los cuales 413 millones corresponden al sistema nacional de gobierno y 248 millones a entes del orden federal. En suma, un panorama desolador que desnuda la fragilidad de los mecanismos de control y fiscalización, incluso en una administración que hizo de la honestidad su bandera política.
El desglose de las cifras confirma lo que muchos sospechaban: la corrupción y la opacidad no desaparecieron con el cambio de régimen. El 60% de los montos observados se concentran en los gobiernos estatales, 30% en dependencias de la administración pública y el 10% restante en empresas productivas, subsidiarias y secretarías de Estado. La herencia de la “Cuarta Transformación” en materia de rendición de cuentas dista mucho de la narrativa de pureza administrativa que desde Palacio Nacional se intentó construir durante seis años.
Porque, seamos claros: el problema no es solo técnico o contable, sino profundamente político. La ausencia de transparencia no ocurre por accidente; es resultado de una cultura institucional que normaliza la opacidad y que considera que la fiscalización es un obstáculo, no una obligación. Y en ese sentido, la ASF apenas rasca la superficie de un entramado donde los intereses personales y las decisiones discrecionales marcan la pauta del uso de los recursos públicos.
¿Qué esperaba usted? ¿Que el último año del gobierno de López Obrador fuera inmune a las irregularidades? Se equivoca. Gobernar bajo la bandera de la moralidad no garantiza inmunidad frente a la tentación del poder. Los nombres cambian, las siglas se transforman, pero las prácticas persisten. El caso de la CFE y de otras dependencias observadas por la Auditoría es la prueba fehaciente de que el discurso de la “honestidad valiente” no alcanzó para reformar la estructura de la administración pública.
El poder, al final, sigue siendo el mismo espejo en el que muchos terminan desfigurados. La historia lo ha demostrado: los excesos y los deslices administrativos no son exclusivos de un partido o de una ideología, sino del ser humano que, al verse en el centro del poder, confunde autoridad con impunidad.
Por ello, este nuevo episodio no solo exige explicaciones técnicas o deslindes burocráticos. Exige, sobre todo, una reflexión profunda sobre el futuro de la transparencia en México. Porque mientras las instituciones encargadas de vigilar los recursos públicos sigan encontrando millonarios “pendientes por aclarar”, la credibilidad del Estado mexicano seguirá erosionándose.
Hoy la CFE y el gobierno federal enfrentan un nuevo reto: demostrar que la fiscalización no será un trámite más en el archivo de las excusas. Si de verdad se quiere construir un país distinto, no basta con proclamarlo desde los púlpitos políticos. Se requiere voluntad, ética y castigo ejemplar. De lo contrario, seguiremos confirmando que, más allá de los colores, la corrupción sigue siendo la energía más constante del poder en México.
								
								
								
				
								
								
								
								
								
								
								
											



