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El pasado 2 de octubre, fecha cargada de memoria y simbolismo para la historia
reciente de México, fue nuevamente escenario de caos, destrucción y una
respuesta institucional preocupante por su ausencia. En pleno Centro Histórico de
la Ciudad de México, a la vista del mundo, grupos encapuchados tomaron las
calles y las vitrinas, convirtiendo la conmemoración en una jornada de saqueo,
vandalismo y terror para los comerciantes, especialmente aquellos del tradicional
Centro Joyero de Madero.
Mientras los disturbios arrasaban con negocios y el patrimonio de decenas de
familias, el gobierno de la ciudad, encabezado por Clara Brugada, decidió no
intervenir. La orden fue clara: no actuar, no reprimir, no enfrentar. ¿La razón? No
caer en provocaciones. La misma respuesta que, desde hace más de siete años,
es la marca registrada del gobierno federal: “abrazos, no balazos”.
El problema es que estos abrazos, ofrecidos con desbordante ingenuidad o con
desinterés político, han terminado por convertirse en sinónimo de permisividad. La
política de contención pasiva ha dejado de ser una estrategia y se ha convertido
en una excusa. La inacción, en complicidad. Y el resultado está a la vista: más de
50 joyerías saqueadas, al menos cinco mil comercios cerrados en el Primer
Cuadro de la ciudad, y pérdidas económicas que rozan los mil millones de pesos.
Pero más allá de las cifras, están los rostros humanos de esta tragedia.
Comerciantes que lo perdieron todo, muchos de ellos sin seguros, enfrentando
ahora no solo la devastación material sino el vacío institucional de un Estado que
no supo, o no quiso, protegerlos. Ellos no olvidarán, porque no pueden y aunque
quieran no podrían. Porque vivirán pagando las consecuencias de una jornada
que, para la mayoría de los ciudadanos, probablemente quede en el olvido en
cuestión de semanas.
Y es que esa es la gran apuesta del gobierno: el olvido. Confían en la mala
memoria colectiva, en el ciclo noticioso que dura menos que una temporada de
lluvia, en la comodidad de la indiferencia ciudadana mientras no les toque a ellos.
Pero esto no es un hecho aislado. Es una advertencia.
¿Dónde quedó la autoridad? ¿En qué momento se decidió que era mejor dejar
hacer, dejar pasar, aunque eso significara entregar las calles al vandalismo? La
policía fue rebasada, sí, pero porque nunca se le permitió actuar. Mientras los
encapuchados rompían cristales, saqueaban vitrinas y violentaban negocios, los
agentes solo podían retroceder. No replegaron, no disuadieron, no protegieron.
Simplemente observaron. O más bien, fueron obligados a observar.
Hoy, la pregunta que resuena entre líneas es si el crimen organizado ha
encontrado en estas manifestaciones una nueva forma de operar. La precisión con
la que fueron atacadas las joyerías, la selectividad de lo robado —dejando intacta
la bisutería sin valor—, y la coordinación aparente de los saqueos, apunta a una
intervención que va más allá del mero vandalismo espontáneo. Si esto es así, el
escenario es todavía más alarmante: un crimen organizado que se camufla entre
protestas legítimas y una autoridad que, si sabe lo que ocurre, prefiere no actuar; y
si no lo sabe, está profundamente desinformada.
Los locatarios afectados no dudan en señalar al crimen organizado como el autor
intelectual del atraco. De ser cierto, estamos ante un doble fracaso del gobierno
capitalino: no solo no protegió a sus ciudadanos, sino que tampoco entiende —o
no quiere enfrentar— la profundidad del problema que lo rebasa.
Y como si no fuera suficiente, cuando los peritos de la Fiscalía General de Justicia
de la Ciudad de México intentaron ingresar a los locales vandalizados para
recabar pruebas, se encontraron con escenas ya limpiadas por los servicios de
Limpia de la ciudad. Borraron huellas, evidencia, rastros. ¿Incompetencia o
estrategia deliberada para minimizar el hecho? En ambos casos, una tragedia
institucional.
Tampoco se ha hecho público un informe claro sobre los elementos de seguridad
que participaron en la jornada. Muchos arriesgaron su vida sin respaldo, sin
órdenes claras y, lo más preocupante, sin la posibilidad de hacer su trabajo.
¿Dónde está el reconocimiento a quienes, aún sin armas, trataron de proteger lo
que pudieron? ¿Cuál es su estado físico y emocional tras una jornada en la que el
Estado los envió al frente sin herramientas ni respaldo?
El famoso “bloque negro”, protagonista recurrente de estas jornadas violentas, es
un concepto que la autoridad capitalina ha usado como coartada sin mayor
explicación. ¿Quiénes lo integran? ¿Qué fines persiguen? ¿Cómo es que pueden
operar impunemente año con año? La ciudadanía merece respuestas, pero se
encuentra, como tantas veces, frente a un muro de silencio institucional.
En un país que se prepara para recibir la atención mundial en eventos como el
Mundial de Fútbol 2026, estos episodios no solo afectan a los directamente
implicados. Son un mensaje para el exterior, una alerta para quienes observan y
evalúan la capacidad de México para garantizar seguridad en momentos de
concentración masiva.
El problema no es solo lo que ocurrió el 2 de octubre. El problema es que podría
volver a ocurrir. Porque si las leyes no se aplican, si los criminales no son
perseguidos, si la autoridad no actúa, el mensaje es claro: en México, el delito sí
paga. Y lo paga caro el ciudadano común. El costo ha sido muy caro por no “caer
en provocaciones”.
