Donald Trump impuso aranceles del 25% al acero y al aluminio que su país
importa. Sin excepciones ni negociaciones previas, inició una guerra comercial con
el mundo.
Su pretexto es el mismo: proteger empleos, fortalecer la industria y reducir
importaciones. La realidad, sin embargo, es más compleja. Aunque los
productores de acero en EEUU celebran la medida, las industrias que dependen
de estos metales —automotriz, construcción, manufactura— ya sienten el golpe.
Las represalias no han tardado: Canadá impuso aranceles por 21.000 millones de
dólares; la Unión Europea (UE) prepara un contraataque de 28,000 millones que
golpeará, entre muchos productos estadounidenses, al whisky bourbon. Ante esto,
Trump amenaza con aranceles del 200% a los vinos franceses, escalando aún
más la tensión.
México ha optado por la moderación estratégica. El secretario de Economía
Marcelo Ebrard anunció ayer que, en lugar de responder con acciones inmediatas,
el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum iniciará consultas con la industria
del acero, el aluminio y el sector automotriz para definir la estrategia a seguir.
«Sangre fría» y «firmeza» es la estrategia, según Ebrard, mientras los aranceles
impactan la competitividad de las empresas mexicanas.
El reto para el gobierno es equilibrar la defensa de la industria y la relación
comercial con EEUU. En 2018, cuando Trump impuso medidas similares, México
tardó en reaccionar y pagó las consecuencias. Ahora, la industria automotriz
—cuyas autopartes cruzan fronteras varias veces antes de ensamblarse en un
vehículo— verá costos incrementados que afectarán su competitividad.
Fitch Ratings advierte que, si la guerra arancelaria se intensifica, el PIB mexicano
podría caer hasta un 3% en 2026. Los consumidores también pagarán el precio.
En EEUU, la inflación ya muestra signos de repunte, y los precios de autos,
electrodomésticos y bienes enlatados podrían dispararse. La Tax Foundation
estima que estos aranceles costarán a EEUU más de 223,000 empleos.
En Canadá y México, donde la economía depende del comercio con EEUU, el
impacto podría ser aún más devastador. Trump no parece preocupado por las
consecuencias a largo plazo. Para él, estas medidas son una herramienta de
presión para forzar concesiones. Pero la historia no muestra cómo terminará esto.
En 2018, cuando impuso sus primeros aranceles, los empleos que prometió
proteger fueron los primeros en desaparecer.
Más allá del impacto económico, esta medida tensiona las relaciones diplomáticas
y pone en jaque acuerdos como el T-MEC. En la UE, los líderes ven la acción de
Trump como una provocación y han denunciado la ilegalidad de los aranceles ante
la OMC. En México, el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta una
difícil disyuntiva: responder con dureza o evitar un conflicto con el principal socio
comercial del país.
Las guerras arancelarias nunca terminan bien. Siempre hay perdedores, y rara vez
son los que imponen los aranceles, como ahora hace EEUU. La estrategia de
prudencia puede dar margen de maniobra, pero si Trump sigue subiendo la
apuesta, México no puede darse el lujo de quedarse en la banca. Con Trump, el
que parpadea, pierde. Y en este juego, nadie regala segundas oportunidades.
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