Michoacán, no queremos ver
Jorge Fernández Menéndez
Todo comenzó en Michoacán en el 2006 con una cabezas que rodaron por la pista de baile de un burdel en las afueras de Uruapan. Fue la declaración de guerra de un grupo que después supimos que se hacía llamar La Familia, y que alcanzó, en su enfrentamiento con otros cárteles, pero sobre todo con sus socios originales, los Zetas, convertidos en acérrimos enemigos, y con el cártel de los Valencia, luego del Milenio y ahora Jalisco Nueva Generación, grados inauditos de violencia. La violencia había nacido mucho antes, también el narcotráfico en la región, pero esas cabezas marcaron el inicio de una forma de enfrentamiento que pasó de ser la excepción a convertirse en la regla.
El puerto de Lázaro Cárdenas es una tierra perdida desde hace ya mucho tiempo para el Estado mexicano. Controlada por distintos grupos delincuenciales, Lázaro Cárdenas se ha convertido en la puerta de entrada de los precursores químicos que llegan de Asia y que son claves para la producción de fentanilo y drogas sintéticas, que constituyen el más redituable negocio de la droga en la actualidad. Si alguien quiere explicarse la permanencia, el largo control que tuvieron el Chapo Guzmán y sus principales socios en el negocio del narcotráfico, deberá buscarlo en su amplia hegemonía en el rubro de las drogas sintéticas, vía la operación de innumerables laboratorios en la sierra (no sólo en Michoacán sino en toda la cuenca del Pacífico) para exportar esa droga a Estados Unidos, cuyo consumo ha estado en continuo crecimiento desde hace ya varios años, mientras se mantiene el de la cocaína y la marihuana se establece cada vez más como una droga legal, producida dentro de la propia Unión Americana. Y a eso se sumó el fentanilo. Y las relaciones de esos grupos con China fueron y son excelentes. Esas relaciones son las que explican que años después los hijos de Guzmán Loera se hayan convertido en los que originaron todo el tráfico de fentanilo.
El negocio siempre va mucho más allá. Los precursores químicos son pagados con dinero, pero cada vez más también por cocaína, una droga que sí está en expansión en Asia, y que se envía desde México, El Salvador, Panamá y Colombia (y para allá van también carros de lujo robados). Pero también, Lázaro Cárdenas, junto con otros puertos, es la puerta de entrada del contrabando y la piratería, un negocio de miles de millones de dólares. Sería incomprensible la magnitud del comercio informal, de la piratería, del contrabando, sin puertos por donde esas mercancías, que vienen preponderantemente también de Asia, pudieran penetrar por miles de toneladas, al país.
De Lázaro Cárdenas, los precursores, el contrabando, los productos piratas, son llevados a Apatzingan, desde donde se distribuyen, los que van hacia el centro del país, hacia Uruapan y luego a Morelia, con vía libre hacia el CDMX, Guadalajara y otras ciudades. Otros cargamentos, sobre todo de precursores químicos son llevados a la zona que es el epicentro de la violencia en Michoacán: desde Apatzingan hacia Coalcomán, una región donde las autodefensas se convirtieron en cárteles. Allí en la frontera con Colima y Jalisco, y en esa ruta que pasa por Apatzingan y que va también hacia Uruapan, se desarrolla la guerra entre Cárteles Unidos (apoyados por la Nueva Familia Michoacana) y el Cártel Jalisco Nueva Generación, que controla la frontera estatal y el puerto de Manzanillo.
El narcotráfico descubrió hace tiempo, mucho antes que nuestras autoridades, que sus bases de control tenían que ser locales y que la base del mismo pasaba por las autoridades municipales: desde tiempo atrás comenzó a financiar campañas, a cooptar fuerzas policiales locales y, con el paso del tiempo, muchas de las policías se convirtieron en las propias redes del narcotráfico local.
A partir de allí construyeron otras redes, cada vez más importantes para su operación, que incluyen desde el control de aeropuertos, carreteras, terminales de camiones y medios de comunicación, hasta mecanismos de control sobre el transporte público, sobre todo los taxistas. En varias ciudades como Apatzingan o Uruapan esa ha sido la norma. El control es la palabra clave, y los operativos lo que han hecho es tratar de romper esos esquemas de control sin conseguirlo, porque no se atacan las complicidades políticas y mientras éstas existan y perduren, las redes simplemente se volverán a regenerar.
Hace ya muchos años, en el libro La batalla por México, de Camarena al Chapo Guzmán (Taurus, 2012), decíamos que, en parte, el fracaso de la lucha contra la inseguridad y la violencia se debía a que no se la quería asumir como un esfuerzo nacional, comprometiéndose con ella más allá de posiciones partidistas. En el libro concluíamos diciendo que “las instituciones del Estado siempre serán más fuertes que los grupos criminales. Pero, para que esto ocurra, se necesita que esas instituciones existan y funcionen, no sólo a nivel federal sino también estatal y municipal. Se necesitan leyes y voluntad política. El destino baraja las cartas, pero somos nosotros, la gente, los que tenemos que recuperar la visión, la certidumbre y las expectativas de que el pasado no es la ruta inevitable para el futuro”. Han transcurrido trece años y pareciera que queremos seguir encarando el futuro mirando cada vez más hacia el pasado. O simplemente seguimos sin querer ver. Porque no estamos ciegos, no queremos ver.




