Juan Pablo Zárate Izquierdo
En las últimas semanas, México ha experimentado una amplia participación ciudadana que es motivo de análisis desde la Ciencia Política.
Desde diversas voces, las demandas se multiplican. Lo que muchos observan como simples reclamos dispersos, en realidad forma parte de un fenómeno mucho más profundo: el afianzamiento de resistencias democráticas que están redefiniendo la relación entre el poder y la ciudadanía en el país.
Este fenómeno no es exclusivo de México. Durante más de una década, el mundo ha sido testigo de cómo las sociedades se niegan a permanecer calladas. La Primavera Árabe en 2011 sacudió los cimientos en Túnez y Egipto, donde miles de jóvenes utilizaron Facebook y Twitter para organizarse y desafiar décadas de opresión. En Hong Kong, entre 2019 y 2020, millones de personas salieron a las calles exigiendo libertades democráticas, coordinándose a través de aplicaciones como Telegram y creando redes de resistencia que funcionaban incluso sin internet.
En América Latina, el movimiento #YoSoy132 en México durante 2012 marcó un antes y un después en la participación juvenil, convirtiéndose en el primer gran movimiento estudiantil articulado desde las redes sociales en el país.
Lo que todas estas experiencias tienen en común es la transformación de las redes sociales en espacios de articulación política. Como señala la investigadora María Elena Meneses Rocha en su análisis sobre ciberutopías y democracia, las plataformas digitales han abierto nuevas oportunidades para la participación ciudadana, aunque advierte que estas herramientas siguen siendo insuficientes para garantizar una participación política plena.
México vive hoy una etapa crucial de este proceso. La diferencia fundamental con el pasado radica en que cada uno de estos reclamos, por específico que parezca, adquiere rápidamente una dimensión política más amplia a través de su difusión en redes sociales.
En México estamos experimentando una transición en el que las quejas que antes se ventilaban únicamente en conversaciones privadas o en publicaciones aisladas de redes sociales, ahora se articulan en demandas organizadas.
Cada protesta por el suministro de agua en comunidades rurales, cada manifestación de maestros exigiendo mejores condiciones laborales, cada concentración de activistas y colectivos, cada petición de justicia, se convierte en un nodo de una red cada vez más amplia de resistencia democrática.
Las redes sociales funcionan como catalizadores que permiten que experiencias aparentemente desconectadas se reconozcan como parte de un mismo reclamo: el derecho a ser escuchados y a participar en las decisiones que afectan la vida de todos.
México se encuentra en un umbral donde cabe la pregunta si acaso habrá más manifestaciones (las habrá, porque la ciudadanía ya no está dispuesta a callar) pero estamos ante un escenario donde se audita si las instituciones serán capaces de procesar democráticamente estas demandas o si, por el contrario, se observará una escalada de confrontación.
Lo que está en juego es el futuro de la democracia mexicana. Un país en vías de desarrollo como México ha logrado una ciudadanía activa y crítica. Las resistencias democráticas que estamos presenciando no son una amenaza para la estabilidad, pero si una capacidad de acción para lograr mejores condiciones para todos los sectores que integran la sociedad.
La expansión de la conectividad es clave. Según datos del INEGI en su Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (ENDUTIH) de 2024 (publicadas en 2025), el 83.1% de la población de 6 años y más en México utiliza internet, una cifra que asciende al 97.0% en el grupo de 18 a 24 años. Esta penetración masiva crea un terreno fértil para la expresión espontánea y la movilización digital. La gente ya no solo consume información, sino que la produce y la utiliza para interpelar al poder.
Las resistencias democráticas en México son la evidencia de una ciudadanía que despierta cada vez más, potenciada por la conectividad digital, y que ha dejado atrás el rol de espectador pasivo. Cada vez más, el ciudadano se asume como protagonista de la vida pública, transformando la expresión individual en un motor de exigencia colectiva.
Este es un gran reto al que se enfrentan los gobiernos.
El desafío para el país no es solo entender este fenómeno, sino canalizarlo. Es necesario que el gobierno y las instituciones vean en estos reclamos, sean digitales o en las calles, una oportunidad para fortalecer la democracia, no advertirla como una amenaza. Es momento que el gobierno se adecue a las condiciones que exige el uso de las nuevas tecnologías y una sociedad que las consume.
Quizá podamos observar que el siguiente paso en el gran umbral que se vislumbra en el horizonte sociopolítico de México es la transición de una resistencia digital a la manifestación en las calles como un patrón sistemático de presión.
Si los mecanismos institucionales se adaptan y no ofrecen una respuesta efectiva a los reclamos que nacen en las redes, la única predicción posible es que la presión social se intensificará, y que las pantallas de los celulares serán solo la antesala de una sociedad que está lista para tomar su lugar en las calles para exigir el país que necesita y merece.
Es momento de entender esas resistencias democráticas y es momento de adaptarse a los nuevos tiempos que nos rige precisamente esa nueva etapa mundial y su repercusión en México sobre el uso de la tecnología para politizar todos los temas que interesan a la sociedad.




