Juan Carlos Gómez Aranda *
La reciente declaración del canciller español José Manuel Albares, en la que reconoció que “hubo dolor e injusticia hacia los pueblos originarios” durante la conquista, desató una oleada de reacciones a ambos lados del Atlántico. En España, sectores conservadores lo acusaron de ceder ante el revisionismo histórico y hubo incluso quienes pidieron su dimisión. En México, en cambio, no faltaron voces que vieron en sus palabras un primer gesto hacia la solicitud de perdón que el gobierno mexicano hizo a la Corona española hace unos años.
Sin embargo, ni unos ni otros parecen tener del todo la razón. Las palabras del canciller, si bien constituyen un guiño simbólico, fueron pronunciadas en un contexto cultural –la inauguración de la exposición La mitad del mundo. La mujer en el México indígena en el Instituto Cervantes de Madrid–, no en un acto de representación oficial. Más allá de la polémica, sus palabras invitan a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras relaciones con aquellas naciones con las que compartimos raíces históricas, culturales y económicas profundas. En ese mismo contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum ha sabido proyectar una imagen sólida según la prensa española, particularmente tras su reciente encuentro con sesenta directores ejecutivos del Foro Económico Mundial.
La historia de los desencuentros y las reconciliaciones con España es larga. México interrumpió sus relaciones diplomáticas durante 37 años, después de que el gobierno del general Lázaro Cárdenas apoyara a la República durante la Guerra Civil Española. No fue sino hasta después de la muerte de Francisco Franco y el inicio de la transición democrática en 1975, cuando ambos países consideraron que existían condiciones para normalizar sus vínculos.
Algo similar ocurrió con la Santa Sede. Desde el siglo XIX, las relaciones entre México y el Vaticano han estado marcadas por la tensión entre el Estado laico y el poder eclesiástico. Tras la Independencia, México mantuvo relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero pronto surgieron conflictos por la influencia de la Iglesia en la educación, la propiedad y la política. Las Leyes de Reforma, impulsadas por Benito Juárez, nacionalizaron los bienes del clero y establecieron la separación entre Iglesia y Estado, lo que llevó a la ruptura diplomática en 1874.
Durante más de un siglo no existieron relaciones oficiales, aunque el diálogo informal nunca desapareció. La Constitución de 1917 reafirmó el carácter laico del Estado y limitó la participación del clero en los asuntos públicos. Con el paso del tiempo, las tensiones se atenuaron y, en 1992, en el marco de la modernización política del país, se restablecieron formalmente las relaciones diplomáticas y se reconoció la personalidad jurídica de las iglesias.
Nuestra historia con Estados Unidos es aún más compleja. Más de 40 millones de personas de origen mexicano viven hoy en aquel país, y la relación bilateral oscila entre la cooperación y la dependencia. En el actual reacomodo de las cadenas de suministro globales, provocado por las diferencias entre Washington y Beijing, México se ha convertido en un destino estratégico para la relocalización industrial. La cercanía geográfica, los costos competitivos y los tratados comerciales colocan al país en una posición privilegiada, aunque persisten desafíos en materia de infraestructura, seguridad, regulación y condiciones laborales. México enfrenta una compleja coyuntura: el regreso de Donald Trump con su agenda de aranceles y el creciente interés –y recelo– de China ante el reposicionamiento de México.
Con Guatemala –nación entrañable y hermana– compartimos un pasado mesoamericano, pero también desafíos contemporáneos en materia de seguridad, medio ambiente, intercambios comerciales y salud pública. Más allá de los problemas coyunturales, nos une un reto común: el desarrollo. Nuestra independencia real se medirá por la capacidad de generar empleos dignos y retener el talento que hoy emigra en busca del sueño americano. Solo estrechando los lazos de cooperación regional podremos transformar la frontera sur en un espacio de crecimiento compartido y no de expulsión de capital humano.
Mientras tanto, en Chiapas, a once meses de iniciado su gobierno, Eduardo Ramírez trabaja por consolidar un nuevo pacto social basado en la paz duradera, la justicia, el bienestar y el desarrollo sustentable. Con una visión humanista y cercana a su pueblo, recupera la confianza ciudadana mediante el fortalecimiento institucional, el combate a la corrupción y una política social incluyente que atienda las desigualdades históricas más profundas.
En un mundo convulso, donde los fantasmas del pasado se entrelazan con los desafíos del presente, México está llamado a reafirmar su voz: la de una nación con historia, con heridas, pero también con la madurez necesaria para tender puentes, reconciliar y construir un futuro compartido con quienes alguna vez fueron adversarios, pero hoy significan parte esencial de nuestras raíces.




