Se prepara el velorio del INE

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La política de desgaste contra el Instituto Nacional Electoral (INE) no ha sido
silenciosa ni pasajera: ha sido constante, pública y corrosiva. A lo largo de los
últimos años, la narrativa oficial ha minado uno de los pilares fundamentales del
organismo: la confianza. Y ahora, con la reforma electoral en puerta, esa erosión
comienza a tener consecuencias palpables dentro de la propia estructura laboral
del instituto.
Más de mil trabajadores han solicitado su salida voluntaria, acogidos a un
programa que, además de las liquidaciones legales e internas, ofrece un pago
adicional como estímulo. No es un éxodo menor: se trata de 707 expedientes del
área administrativa y 263 del Servicio Profesional Electoral Nacional, de una
nómina que supera las 18 mil plazas en todo el país. Esta oleada de solicitudes no
es simple casualidad ni un cálculo individual de retiro digno. Es, en el fondo, el
reflejo de un ambiente de temor e incertidumbre institucional que, de mantenerse,
podría traducirse en consecuencias operativas graves de cara a las elecciones de
2027.
La secretaria ejecutiva del INE, Claudia Arlett Espino, informó que se destinó una
bolsa general de 100 millones de pesos para el estímulo, con prioridad para
quienes cuenten con más de 10 años de servicio. El beneficio incluye tres meses
de percepciones brutas y 20 días por año trabajado. Pero detrás de la frialdad de
las cifras, lo que se percibe es un mensaje inquietante: si quienes mejor conocen
el funcionamiento del órgano electoral prefieren irse antes que enfrentar el futuro,
algo profundo está fallando.
La reforma electoral que se avecina propone, una vez más, reducir el presupuesto
del INE. Esta insistencia no es nueva, pero su reiteración ha generado una
profunda inestabilidad en la plantilla laboral. Y no es para menos: los trabajadores
observan cómo, en otras instituciones autónomas, la incertidumbre se ha
convertido en norma. Basta ver el caso del Poder Judicial federal, convertido en
laboratorio de presiones políticas, despidos encubiertos y cambios abruptos que
han desmantelado estructuras institucionales históricas.
Desde la llegada de Guadalupe Taddei a la presidencia del INE, el organismo ha
sido objeto de cuestionamientos y suspicacias. Razones no faltan, pues su gestión
ha mostrado cercanías políticas que contradicen el discurso de independencia. Sin
embargo, resulta paradójico que el mismo gobierno que impuso a la actual
dirigencia sea ahora el principal impulsor de los recortes y de la reconfiguración
estructural que amenaza con dejarlo bajo control absoluto.
El fondo es claro: se busca tener al INE alineado, sin voces disidentes ni
márgenes de autonomía real. En los debates para aprobar la elección judicial, el
oficialismo sintió un pequeño temblor institucional. No fue una rebelión, pero bastó
para mostrar que no todo está completamente planchado. De ahí la urgencia de
llevar a cabo un “trabajo picapiedra” que asegure que, esta vez, no habrá
sorpresas.
En esa tarea destaca la participación del exministro Arturo Zaldívar, cuya cercanía
con el Ejecutivo y su abierta disposición a operar políticamente no han pasado

desapercibidas. Su rol es, precisamente, “pavimentar” la ruta para que la reforma
electoral llegue al Congreso con los amarres necesarios para neutralizar cualquier
resistencia interna.
A estas alturas, pensar que el Congreso aprobará sin cuestionamientos las
enmiendas presupuestales que requiere el INE para mantener su capacidad
operativa es ingenuo. La moneda está en el aire, pero todo indica que caerá del
lado previsto: con un recorte impuesto de manera “democrática”, avalado por una
mayoría legislativa dócil a las directrices del Ejecutivo.
La gran ironía es que la democracia mexicana podría estar asistiendo, sin
demasiado escándalo, al debilitamiento paulatino del árbitro electoral que durante
las últimas décadas garantizó la equidad mínima en las contiendas. No se trata de
idealizar al INE, institución que ha cometido errores y ha tenido zonas opacas.
Pero sí de advertir que lo que está en juego es la capacidad de organizar
elecciones libres y confiables en un entorno político cada vez más concentrado.
Hoy, el INE parece un gigante herido, rodeado de presiones presupuestales, con
su base laboral en fuga y su dirigencia en entredicho. La confianza ciudadana, esa
que alguna vez fue su principal activo, se diluye entre mensajes contradictorios y
reformas hechas a la medida del poder.
La democracia no muere de un día para otro; muere en silencio, con recortes, con
salidas “voluntarias”, con reformas que parecen técnicas, pero son profundamente
políticas. El INE aún no ha caído del todo, pero los preparativos para su velorio
institucional están en marcha. Y si la sociedad permanece indiferente, pronto no
quedará árbitro que dé certeza a las reglas del juego electoral.

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