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El hecho de que ningún joven se acerque a la Policía de Baja California para
«pelear» por una vacante es, sin duda, un reflejo de que algo no anda bien.
Recientemente, el titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana de
aquel estado reveló que existen 150 vacantes disponibles, pero nadie ha mostrado
interés en ocuparlas. Esto, lejos de ser una cifra anecdótica, es la mejor prueba de
que la seguridad en Baja California no está siendo atendida como debe ser.
El problema de fondo va más allá de esas 150 plazas. En todo el estado existe un
déficit de al menos 2 mil agentes, lo que plantea una pregunta obligada: ¿Qué
garantías puede ofrecer un gobierno a sus ciudadanos si ni siquiera la estructura
básica de seguridad está completa?
Uno de los factores clave es la ausencia de un verdadero servicio profesional de
carrera policial. No hay incentivos, no hay desarrollo profesional, y es evidente que
la falta de visión institucional ha afectado profundamente la capacidad de
respuesta frente al crimen.
Comparar a Baja California con Chiapas puede parecer desigual —una entidad
fronteriza frente a una del sur profundo del país—, pero el contraste se vuelve útil
cuando se analizan resultados. Chiapas cuenta con 124 municipios, Baja
California con solo 7. Y, sin embargo, en el estado sureño la estrategia de
combate a la delincuencia ha mostrado avances concretos.
En Chiapas, en menos de un año, se ha llevado a cabo una limpia efectiva en
ayuntamientos que estaban infiltrados por el crimen organizado. Si bien no se
puede decir que la delincuencia ha desaparecido, su presencia ha sido mermada,
replegada y limitada.
En Baja California, por el contrario, no hay resultados tangibles. A estas alturas, ni
siquiera se ha resuelto el asunto del pasaporte retirado a la gobernadora Marina
del Pilar por parte de Estados Unidos —un hecho que, aunque ajeno a la
seguridad directamente-, retrata la falta de orden y credibilidad institucional en la
entidad.
El hecho de que se vincule el retiro del pasaporte a una supuesta falta de
seguridad en Baja California o a actos de corrupción, podría reflejar la
preocupación de Estados Unidos sobre la situación en la región fronteriza. Los
pasaportes diplomáticos suelen otorgarse con base en la cooperación y confianza
mutua y a un derecho que le asiste a cualquier ciudadano de bien. Su revocación
podría ser, hay que tomarlo en cuenta, una medida de presión para que las
autoridades mexicanas aborden temas de seguridad y transparencia de forma más
efectiva.
La gobernadora, al perder este documento, puede enfrentar limitaciones para
viajar a Estados Unidos en calidad de funcionaria, lo que afecta su capacidad para
gestionar proyectos binacionales, como la infraestructura fronteriza o acuerdos
comerciales. La percepción pública de este suceso está debilitando su autoridad y
la confianza en su administración, especialmente si se percibe como una falta de
credibilidad ante un país vecino tan crucial.
Las comparaciones son odiosas, pero también reveladoras. Un estado fronterizo
con la potencia más grande del mundo no puede darse el lujo de vivir en un
estado de inseguridad permanente.
En el sur, a pesar de sus múltiples desafíos —migración, pobreza, geografía
compleja—, se lucha. Y se avanza. Ojalá la federación voltee la mirada hacia Baja
California. Su gente merece, al menos, lo básico: seguridad para salir adelante y
desarrollarse plenamente.